Hay un momento peculiar, sutil pero profundo, que se produce cuando un desconocido te considera viejo. Puede ocurrir en una mirada fugaz, en un comentario desprevenido o quizá en el tono amable reservado a los mayores. Llega de improviso, a veces te pilla desprevenido. Un desconocido, alguien ajeno a tu vida, te ha colocado en la categoría de "mayor".
El desconocido puede preguntarte: "¿puedo ayudarte con eso? Es un gesto basado en la amabilidad, pero desencadena una advertencia interna: de repente, la edad no es algo privado, sino un rasgo visible, percibido por quienes no saben nada de tu pasado, tu verdadero vigor o tus ambiciones calladas.
Resulta tentador considerar prematura esta percepción externa. Puede que no se sienta más viejo que hace una década. Sin embargo, una visita al médico de cabecera con una dolencia menor puede comenzar con la siguiente frase: "No es nada, pero se está haciendo mayor". ¿Quién ha pedido ese diagnóstico?
En lugar de un señor o una señora de vez en cuando, se han convertido en formas habituales de dirigirse a nosotros. Algunos desconocidos tienen la desfachatez de llamarte querida en lugar de presentarse y tomarse la molestia de aprenderse tu nombre. ¿Es la forma genérica de dirigirse a uno la amabilidad, la lástima o un guión social ejecutado sin pensar?
En cualquier caso, ser etiquetado como viejo por un desconocido es enfrentarse a las cambiantes mareas de la identidad. Pero ahí está el problema: ser encasillado como un anciano no tiene en cuenta tu historia, tus logros, tus habilidades, tus intereses y, lo que es más importante, tu curiosidad. Las arrugas y las rodillas maltrechas no son indicadores de experiencia ni de inteligencia.
Es importante proteger la propia dignidad y autonomía. Aceptar ayuda no significa renunciar a la autonomía. Sigues siendo el autor de tu vida, capaz de decidir y actuar.
Puedes aceptar el asentimiento con gracia y seguir adelante o decir no, gracias, cuando un desconocido te clasifica como viejo seguido de una oferta de ayuda. Ese desconocido viene de un buen lugar; nuestro papel es ser educados a la hora de aceptar o rechazar la ayuda ofrecida.
Nuestra cultura mantiene un diálogo perpetuo sobre la edad: sus cargas, sus privilegios, su lugar en el tapiz de la vida. Nuestro grupo de edad se estudia en las universidades, se otorgan títulos, se comparten opiniones en mesas de conferencias, salas de gobierno, asistencia sanitaria y agencias de servicios sociales. Todo bien intencionado. Sin embargo, pocos incluyen nuestras voces en las conversaciones. Los profesionales comprometidos formados en la teoría académica o en estrechos canales médicos tienen muchas teorías, pero nosotros, con experiencia real, deberíamos estar en la mesa.